miércoles, 6 de junio de 2012

Las elecciones ya no son lo que eran



Soledad Loaeza

Dicen que en la tarde de aquel domingo 7 de julio de 1940, Manuel —todavía no era don Manuel— lloró porque creyó que había perdido la elección. No nos dicen si llegó a sollozar o si las lágrimas nada más se le escurrían, pero Gonzalo N. Santos y José Pagés sostienen, los dos, que lo vieron llorar. Entonces yo lo creo, y me imagino que le dolía la derrota, las previsibles burlas del hermano, la condescendencia de Lombardo Toledano, la duda en la cara de todos, empezando por el presidente Cárdenas, que se preguntaría de qué tamaño había sido su error al dejarse convencer de que, en las condiciones en que estaban el país y el mundo, Manuel Ávila Camacho era el mejor candidato a sucederlo en la presidencia de la República.

El favorito de los cardenistas era el general Francisco J. Múgica, pero el país ya no aguantaba otro ciclo de radicalismo, además Lombardo y los comunistas lo habían vetado por trotskista. El propio Cárdenas había empezado a meter el freno a muchas de sus políticas más agresivas contra el latifundio, la iglesia católica o por la educación popular. Múgica no hubiera podido transigir, no tenía el carácter para hacerlo. Todos pensaban que era demasiado rígido para los tiempos que habían llegado, que eran los tiempos del compromiso. En cambio, Manuel era conocido por sus buenos modos; con su cabeza de pera y su cuerpo de papaya para nadie era una amenaza. Durante la guerra cristera, en lugar de atacar a los sublevados sin preguntar, como hacían todos, él prefería hablar. Así lo había hecho por lo menos en dos ocasiones, en 1927 y en 1929, y había logrado convencer con palabras a los levantados de que se rindieran. Buenos modos fue precisamente lo que no hubo el día de la elección presidencial.

El contrincante más peligroso del candidato del PRM era el también general Juan Andrew Almazán, que era un tipo con mucha experiencia y fuerte personalidad. Grandote y bien plantado. La Revolución lo había hecho rico; sus pretensiones presidenciales tuvieron el apoyo del amplio frente de rechazo al cardenismo que formaban empresarios regiomontanos, campesinos católicos, universitarios y profesionistas y las clases medias de la ciudad, pero también estaban ahí los ferrocarrileros y anchas franjas del ejército que desconfiaban de la CTM y de Lombardo. Gracias a ellos Almazán se alzó como la cabeza más prominente del anticardenismo. En el contexto de la época oponerse a Cárdenas era equivalente a declararse enemigo de la Revolución, así que muchos de aquellos que nunca se habían reconciliado con el fin del porfiriato se sumaron a la cauda del almazanismo por puro resentimiento, aunque su líder fuera un general revolucionario. También había muchos que apoyaban a Almazán porque estaban hartos del PRM, del imposicionismo, y de los abusos de los políticos perremeanos.

Los días previos a la elección la ciudad de México vivía en una atmósfera electrizada, y es que los dos principales contrincantes en la competencia presidencial eran militares, y los militares normalmente arreglaban sus diferencias a tiros. El presidente Cárdenas se había comprometido, una y otra vez, a que la elección sería limpia, equitativa y pacífica, y que no habría imposicionismo. Pero no muchos le creyeron, y decían que iba a haber balazos. De todas formas las elecciones siempre iban acompañadas de violencia, eran episodios temidos por los candidatos, por los partidos, por el gobierno y por los votantes. Muchos preferían quedarse en casa antes que arriesgar la vida por el voto. Todavía no llegábamos al punto en que depositar la boleta en la urna era la forma más civilizada de resolver la lucha por el poder. De manera que la luz gloriosa del verano de 1940 no portaba buenos augurios para la votación del domingo 7 de julio.

La campaña electoral había exacerbado las fracturas políticas de la sociedad: la agresividad militante de los cetemistas, el encono de los católicos contra el anticlericalismo oficial, la pasión religiosa de los sinarquistas, el burdo anticomunismo de los Dorados de Villa y de la Confederación de la Clase Media. Se habían registrado escaramuzas entre almazanistas y avilacamachistas en las calles de la ciudad; era de esperarse que el día de la elección hubiera nuevos incidentes, y más violentos. Además, la decisión de los simpatizantes de Almazán de identificarse con un listón verde en el brazo o en la solapa fue para los perremeanos una provocación.

Gonzalo N. Santos relata en sus Memorias que días antes de la elección, y con la experiencia de la campaña de Vasconcelos de 1929 en mente, le había propuesto a Ávila Camacho adelantarse a los acontecimientos y atacar a los almazanistas la víspera de la jornada electoral; pero el candidato se mostró confiado y le dijo que dejaran las cosas como estaban. Santos salió de su casa el domingo 7 de julio a las 5:30 de la mañana para encontrarse con un mar de listones verdes, y la mayoría de las casillas de la ciudad en manos de los almazanistas. Entonces, con la aprobación del candidato Ávila Camacho, Santos puso en pie una operación de rescate de la ciudad que estaba en manos de la “reacción”, y con el apoyo de 50 hombres “acordamos hacernos raid arrebatando las ánforas, volteando las mesas electorales patas arriba y dispersando a los dirigentes de las casillas a como diera lugar”.

Santos llevaba una lista con las direcciones de las casillas, y una vez que había organizado bien la operación con sus “brigadas de choque”, de lo cual se muestra tan orgulloso como de su Thompson, inició una ofensiva por todo lo alto contra los almazanistas en Las Lomas, en la colonia Condesa y en la Roma. En el radio anunciaban “El senador Gonzalo N. Santos anda asaltando las casillas con un grupo de bravos, disparando ametralladoras contra los partidarios de Almazán”. Pero los almazanistas no estaban mancos; muchos de ellos estaban armados y andaban muy agresivos. La casilla de Juan Escutia 37 fue escenario de un sangriento encuentro entre los grupos rivales; ahí debía votar el presidente Cárdenas. Lo había intentado dos veces —según el subsecretario de Gobernación que andaba con él, Agustín Arroyo Ch.—, pero no lo había hecho porque lo consideraba “indecoroso”, dado que estaba en manos de almazanistas, y prefería esperar a que los avilacamachistas “reaccionaran”. A Santos no se lo tenían que decir dos veces. Con 300 hombres se dirigió a la casilla de Juan Escutia; en la azotea de enfrente se había parapetado un grupo armado de adversarios. A dos cuadras de la casilla empezó el tiroteo, pero los hombres de Santos se impusieron y “pronto sobraron muchos sombreros de los almazanistas que [la] defendían”.

Entonces el senador llamó a las ambulancias y a los bomberos. Unas se llevaron a los dos muertos y a los heridos; los otros limpiaron a manguerazos la sangre que manchaba la calle, y el presidente Cárdenas pudo votar. Dice Santos que cuando regresó a la casilla estaba “discretamente contento”, y que le dijo “qué limpia está la calle”. Y él le contestó: “Donde vota el presidente de la República no debe haber basura”.

Aquiles Elorduy era uno de los almazanistas que estaba en la casilla de Juan Escutia 37, y corrobora la narración de Santos en una nota que publicó en el efímero Boletín de Acción Nacional, aunque omite la referencia al grupo de almazanistas que disparó sobre los avilacamachistas, pero añade información acerca del primer intento de votar del presidente Cárdenas. Según Elorduy, cuando llegó el presidente a la casilla el grupo del listón verde le informó que no podía votar porque el instalador se había negado a declararla legalmente instalada, aunque había dejado toda la papelería, las boletas de votación y hasta un ejemplar de la ley. En respuesta a la negativa del instalador, los almazanistas habían levantado un acta. Cuando llegó el presidente se apresuraron a informarle de lo que había ocurrido; Cárdenas los escuchó y ofreció que haría “las gestiones necesarias para que dicho instalador se presentase, y se retiró”. A nadie se le ocurrió que la siguiente visita sería la de Santos, así que se tranquilizaron y se sentaron a esperar al instalador. De todas formas ni modo que el presidente no votara.

Media hora después llegó un grupo de hombres que al grito de “¡Viva Ávila Camacho!”, asaltó la casilla. Luego vino la balacera. Y ya sabemos lo que pasó. Los almazanistas desarmados salieron corriendo; muy serios recurrieron a un débil remedio: levantar un acta ante el Ministerio Público, con la única esperanza de dejar testimonio de los hechos, como Santos con sus Memorias. Así fue, y por eso hoy podemos asomarnos a lo que pasó el 7 de julio de 1940. Al día siguiente un cable del New York Times reprodujo la inexactitud de que el presidente Cárdenas no había podido votar porque los avilacamachistas habían puesto un candado a la casilla para que no votaran los almazanistas.

El corresponsal del New York Times también cuenta la historia de la casilla de Juan Escutia, pero se la atribuye a Ávila Camacho. Se conoce que se la contaron mal. En cambio, él mismo, Arnaldo Cortesi, fue testigo en el centro de la ciudad de episodios sangrientos que le provocaron horror. Así lo dejan ver sus notas en las que reporta haber contado personalmente a tres muertos en el centro de la ciudad.

A Santos las denuncias le tenían sin cuidado; él peleaba contra la “reacción” para salvar a la Revolución. Así que cuando se aseguró de que Cárdenas, luego de haber cumplido con su deber ciudadano, iba de regreso a Los Pinos, enfiló al centro, donde seguía la batalla. Frente al cine Regis había una balacera; el senador Santos se involucró de inmediato en el pleito y mató a tres. De la esquina del Regis se fue a la casilla del Rastro donde tomó algunos prisioneros, pero no los fusiló, nos dice, porque como era “lucha electoral” no era lícito. “Sólo los desarmamos, les dimos buena pistoleteada de cañonazos en la cabeza y les dimos ‘puerta’ ”. Según el semanario estadunidense Time el saldo de la jornada electoral en todo el país fue de 350 muertos.

Si acaso es cierto que Ávila Camacho lloró cuando creyó que había perdido, me pregunto si cuando le dijeron que había ganado no lloró de saber cómo había ganado. Según resultados oficiales obtuvo dos millones 265 mil 199 votos, mientras que a Almazán se le atribuyeron 128 mil 574, una cifra increíble si tomamos en cuenta la violencia que selló la elección. Si eran tan pocos, ¿por qué había que tratarlos con tal furia? Santos nos dice una y otra vez que actuó con pleno consentimiento de Ávila Camacho, quien incluso lo apoyó con hombres de su confianza, más de cien. Me imagino que la jornada fue bastante amarga para Cárdenas; el presidente se ufanaba de que su gobierno no hubiera incurrido en un solo acto de represión, y de que no tenía presos políticos en la cárcel. Me atrevo a pensar que la ambivalencia que mostraba Cárdenas frente a varios temas, en el caso del voto explica que su sexenio haya concluido con la elección más sangrienta de la historia: sabía que las elecciones eran un requisito de la democracia, pero no estaba dispuesto a arriesgar el poder por cumplir con una condición de la que siempre desconfió. No quiso cancelar la elección, pero tampoco intervino para que fuera limpia y pacífica como lo había prometido. Según el New York Times, cuando los votantes se acercaban al presidente con vivas a Almazán, Cárdenas contestaba: “Esta es una elección democrática. Si quieren a Almazán voten por él, y él será su próximo presidente”.

Ávila Camacho no olvidó la violencia de su elección ni los riesgos que se vivieron en julio de 1940; por esa razón desde los primeros meses de su gobierno quiso evitar una repetición y se lanzó por la vía de la reforma partidista y electoral en un empeño que se prolongó todo el sexenio. Pero iba solo y eran muchas las resistencias de los revolucionarios; así lo demostraron en la elección municipal de León, Guanajuato, en enero de 1946, cuando todavía estaba fresca la aprobación de la nueva ley electoral. La tropa disparó sobre una multitud desarmada, en una protesta contra los resultados oficiales de la elección municipal que daban el triunfo al candidato del PRM. Se habló de más de 30 muertos y cientos de heridos. El presidente Ávila Camacho actuó con celeridad y decretó la desaparición de poderes en el estado; el gobernador fue destituido y los oficiales responsables fueron arrestados porque violaron “la expresión de la soberanía popular”, cuya integridad ahora salvaguardaba nada menos que el beneficiario de la violencia de 1940. La presidencia municipal de León pasó a manos de la Unión Cívica Leonesa, que había postulado al candidato de oposición. Este episodio puso fin a la relación entre violencia y elecciones con que se había escrito la historia de los comicios en México.

La elección de julio de 1940 fue la última de la Revolución. Seis años después el candidato del PRI, Miguel Alemán, triunfó sobre su competidor más temido, Ezequiel Padilla, en una elección blanca, la más pacífica de la historia, gracias en buena medida a la nueva ley y al empeño de Ávila Camacho de que la elección cumpliera con los requisitos del juego democrático. La prensa extranjera comentó, admirada, que no había habido violencia. En julio de 1952 también se habló de una elección pacífica, aunque en la campaña murieron 22 simpatizantes del general Miguel Henríquez Guzmán, que era el candidato de oposición a Adolfo Ruiz Cortines, además de la decena de henriquistas que cayó en la Alameda Central al día siguiente de la votación, cuando la policía montada arremetió contra ellos que cantaban victoria.

Hasta 1946 el tema de las elecciones se asociaba con inestabilidad y, sobre todo, con violencia brutal y descarnada como la que estalló el 7 de julio de 1940, que parecía llevarnos derechito a la guerra civil. Tan grave fue la situación entonces que se hablaba de anular la elección y de la formación de un gobierno provisional. Pero los buenos modos de Ávila Camacho imperaron y los ánimos se tranquilizaron porque Almazán prefirió los negocios a la sublevación y el presidente Cárdenas decidió proteger la continuidad institucional, como lo haría su hijo Cuauhtémoc en 1988. La reforma electoral de 1946 modernizó el sistema y los procedimientos, en apariencia nos acercábamos a la democracia. Las prácticas fraudulentas no desaparecieron del todo, ya no ocurrían durante la votación y tampoco eran asaltos a las casillas electorales, sino que los abusos los cometía el partido en el gobierno durante la calificación de la elección, con aplastantes mayorías dignas de un régimen soviético.

A partir de 1958 las elecciones dejaron de ser el corazón de la lucha por el poder, la cual ocurría en otra parte: en el gabinete, en la calle, en los sindicatos, en las universidades. Los comicios se volvieron episodios somnolientos, un ejercicio cívico sin mucha sustancia; pocos se sentían involucrados en competencias bipartidistas en las que el PAN dizque le disputaba al PRI-PPS-PARM la presidencia. En 1976 la campaña de José López Portillo fue un prolongado round de sombra: Acción Nacional no presentó candidato presidencial, y así exhibió el cascarón vacío que eran el voto y las elecciones. Pero, a pesar de todo, los mexicanos queríamos votar y cuando Jesús Reyes Heroles propuso una nueva legislación electoral, LOPPE, en 1977, que prometía la representación a las minorías políticas, la recibimos con los brazos abiertos. Era una manera de normalizar nuestra vida política y de devolver al escenario electoral su razón de ser: hoy es la arena donde se libra la lucha por el poder. Una lucha que estructuran reglas y procedimientos por todos aceptados, y que no está sometida a la voluntad del más fuerte.

La elección de 1940 fue un punto final, después dio comienzo un proceso civilizatorio que incluyó la prolongada pausa de la hegemonía priista. Fue sin duda demasiado largo, pero ésa es harina de otro costal. Luego sobrevino la severa crisis electoral de 1988 y el rosario de reformas electorales que nos hemos recetado para formar al votante mexicano. Mejor olvidarnos de que venimos de una cultura de la violencia electoral, pero también felicitarnos pues hemos llegado por fin a elecciones medianamente democráticas que, por fortuna y pese a todo, ya no son lo que eran.

Soledad Loaeza. Profesora-investigadora de El Colegio de México. Premio Nacional de Ciencias y Artes 2010. Autora de: Acción Nacional. El apetito y las responsabilidades del triunfo.

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