miércoles, 2 de mayo de 2012

Los operativos interminables


En un artíulo reciente, Héctor Aguilar Camín listó los consensos emergentes entre los candidatos presidenciales. Entre otros, incluyo el siguiente: “Mantener al Ejército en funciones de seguridad mientras se fortalecen la policía federal y las policías estatales“. Es cierto: todos los candidatos parecen estar de acuerdo con mantener los operativos federales en tanto se construyen capacidades locales (Andrés Manuel López Obrador se había pronunciado inicialmente por retirar a las fuerzas armadas en seis meses, pero luego reculó). Es cierto y profundamente desafortunado: significa que no han pensado en serio sobre las implicaciones de tener operativos federales sin límite temporal.

Imaginen por un segundo los incentivos que enfrenta el gobernador de un estado con operativo federal. Tiene a su disposición una fuerza pública que no les cuesta presupuestalmente.  Si no se reduce la incidencia delictiva, la culpa es de los federales, no del gobierno estatal. Si, en cambio, hay alguna mejora en las condiciones de seguridad, el gobernador se puede atribuir parte del mérito (vean como ejemplo estas declaraciones del gobierno de Guerrero). Si hay tropelías o violaciones a los derechos humanos, la CNDH se va contra las fuerzas armadas o la Policía Federal, no contra las autoridades estatales.

En esas circunstancias, ¿qué gobernador buscaría acelerar el retiro de las fuerzas federales? ¿Por qué se tomaría la molestia de fortalecer las instituciones estatales? El gobierno federal tal vez le asegure que el operativo es temporal, pero sabe que basta una llamada al Secretario de Gobernación o al Presidente para que se prolongue la presencia de las fuerzas federales. En público, tal vez se comprometa a transformar su policía y su sistema de justicia. Pero, en privado, se la va a tomar tranquilo: tal vez cumpla un par de compromisos para no mostrarse tan cínico, pero no más. El peor riesgo que enfrenta es un periodicazo de vez en vez o la condena de algunas organizaciones de la sociedad civil, y sabe bien que el efecto político de esa mala prensa se diluye a los pocos días.

No estamos hablando de un escenario hipotético: según una nota publicada en Reforma, sólo seis de 32 entidades han creado el primero grupo de policía estatal acreditable, a pesar de la existencia de un subsidio federal para esa tarea. Y entre los estados que si le han entrado, sólo hay uno (Nuevo León) de los que tienen operativo federal en su territorio. En Michoacán, ya van cinco años y medio con fuerzas federales en su territorio y no hay ni para cuando se cuente con una policía estatal de tamaño y capacidades adecuados. En Nuevo León, se pusieron como objetivo contar con una nueva policía estatal de 15,000 elementos para 2015: a enero de este año, la llamada Fuerza Civil contaba con 1,500 policías. Y el cuento de que nadie quiere ser policía en Nuevo León (o en Tamaulipas o en Durango) es una falacia: hay gente dispuesta a bucear en estiércol, siempre y cuando la remuneración sea buena. Simple y sencillamente, no han dedicado recursos suficientes.

¿Pero no cambiarían los incentivos si el gobierno federal fuera presidido por un priísta? En cierta medida: un presidente priísta podría apretar las tuercas por la vía del Congreso y, además, algunos gobernadores tal vez tendrían esperanzas de continuar su carrera política en la administración federal. Pero hay límites a esas palancas: los gobernadores priístas van a seguir siendo un importantísimo factor de poder en el Congreso, sea quien sea el Presidente de la República. Habrá espacio para algunos gobernadores en la administración federal, pero ciertamente no para todos ¿Se pueden imaginar el costo político para Peña Nieto de colocar a Rodrigo Medina en su gabinete?

¿Qué hacer entonces? ¿Terminar de golpe y porrazo con los operativos federales? No, pero sí ponerles un límite temporal, razonable pero firme, y, sobre esa base, renegociar los términos de la intervención federal. El siguiente Presidente podría anunciar. con bombo y platillo, apenas asuma el cargo, que, sin excepción, todos los operativos federales culminarían en dos años. En el periodo de transición, se proporcionaría a los gobiernos estatales toda la asistencia necesaria para contar con un mínimo de capacidades. Para evitar simulaciones y amarrarse las manos, el gobierno federal podría comprometerse a que el retiro sea supervisado por los medios y las organizaciones de la sociedad civil. Si algún gobernador quisiera extender la participación de fuerzas federales en tareas de policía en su estado después de la fecha límite, el costo completo de un operativo extendido recaería directamente en el presupuesto estatal (y se cobraría a lo chino, con participaciones o aportaciones).

De pronto, los gobernadores tendrían un incentivo poderosísimo para dedicar recursos a sus instituciones, para reconstruir sus policías, para hacerse cargo de la seguridad en su estado. Le inyectaría un sentido de urgencia a los esfuerzos de reforma y, sobre todo, ubicaría correctamente la responsabilidad de cada quien y cada cual.

(Nota: terminar con los operativos no significa en modo alguno que las fuerzas federales se retiren por completo. Tanto las fuerzas armadas como la Policía Federal mantendrían su despliegue normal y podrían reaccionar ante una emergencia. Pero no participarían de manera cotidiana en patrullajes, persecución de delito común o tareas similares).

En fecha reciente, se ha especulado mucho sobre las razones de la seguridad relativa del Distrito Federal en comparación con otras entidades. La capital cuenta con una fuerza pública local mucho más grande que la de cualquier estado y eso puede ayudar. Sin embargo, creo que hay un elemento adicional que a menudo se olvida: si el delito crece en el DF, el costo político va a la cuenta del Jefe de Gobierno. Las marchas contra la inseguridad en 2004 y 2008 fueron dirigidas en lo fundamental en contra del gobierno local. Por buenas o malas razones, las autoridades capitalinas no pueden eludir la responsabilidad de la seguridad en la ciudad (a pesar de que, paradójicamente, el secretario de seguridad pública y el procurador capitalino son nombrados formalmente por el Presidente de la República). Tienen por tanto un incentivo a dedicar tiempo y presupuesto al tema.

Cuando lo mismo suceda en la mayoría de los estados, vamos a observar una mejoría significativa en las condiciones de seguridad. Pero eso no va a pasar mientras los operativos sean interminables, mientras los gobernadores puedan trasladar su responsabilidad a costo cero.

De Alejandro Hope.

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