martes, 27 de marzo de 2012

De parquímetros y delincuentes


De Alejandro Hope;

En Polanco, encontrar un cajón libre de estacionamiento en la calle era tan probable como sacarse la lotería. Las calles estaban invadidas desde la madrugada y los pocos espacios sobrantes estaban apartados con cubetas, colocadas por franeleros que cobraban por el uso de un bien público.

Y de pronto, todo cambió: en las calles más conflictivas de la colonia, empezaron a multiplicarse los lugares vacíos ¿Qué produjo tan prodigioso cambio? ¿Creció el número de lugares? Por supuesto que no ¿Los residentes y empleados de la zona tuvieron una transformación que los llevo a privilegiar, en nombre del medio ambiente, las piernas sobre el coche? Difícilmente.

La respuesta es muy sencilla: las autoridades pusieron parquímetros ¿Y por qué los parquímetros modificaron radicalmente el comportamiento de la gente? ¿Porque ahora se cobra el uso de la calle? No: los franeleros ya lo hacían ¿Será porque la falta de pago genera una sanción? No, ya había sanciones: los viene-viene podían rayar el coche o ponchar las llantas.

Lo que cambió es sutil pero crucial. En primer lugar, los parquímetros cobran el espacio en el margen: cada 15 minutos adicionales generan un cobro de dos pesos. Los conductores se vuelven conscientes del tiempo de uso de la calle y, en consecuencia, lo racionan. Con los franeleros, daba lo mismo quedarse una hora que diez: eran los mismos 40 pesos. El incentivo era a quedarse tantas horas como fuera necesario.

En segundo lugar, la sanción adquirió certeza. Era incierto si los franeleros iban a dañar el coche y es probable que en la mayoría de los casos no lo hicieran (esperando que el dueño  les pagara a su regreso). Los conductores se la jugaban. Con los parquímetros, en cambio, existe una posibilidad elevadísima de que el conductor, si no paga, encuentre su coche con inmovilizador. La sanción es más leve, pero difícilmente se puede eludir.

Los parquímetros arrojan una lección: los mexicanos no somos marcianos. Respondemos a incentivos, siempre y cuando esos incentivos estén diseñados correctamente. Y eso vale igual para conductores que para delincuentes.

El problema es que no hemos diseñado incentivos correctos para los criminales. Primero que nada, no les cobramos en el margen: su riesgo de ser capturados (por la autoridad o por sus rivales) no cambia mayormente si matan a una persona o a veinte.  Da igual si sólo asesinan a un ser humano que si lo descabezan, desmiembran y cuelgan de un puente. No tienen incentivo a racionar la violencia.

Segundo, la sanción es incierta. Por motivos diversos, un caso puede adquirir relevancia suficiente para detonar una respuesta extraordinaria de la autoridad que conduzca a la captura de todos los responsables  (v.gr., el Casino Royale). Pero los delincuentes no saben, ex ante, en que casos va a haber una reacción de ese tipo. De cualquier forma, lo más probable es que no suceda. Los delincuentes, por tanto, se la juegan.

Para modificar ese comportamiento, se requiere una alineación distinta de incentivos: un parquímetro para delincuentes  ¿Cómo funcionaría? Explicitando una raya: por ejemplo, el gobierno podría informar a las bandas criminales (por medios públicos o por vías discretas) que todos los casos con ocho y más víctimas serán atendidos con recursos extraordinarios.

Si la advertencia se comunica adecuadamente, los criminales empezarían a detenerse en siete víctimas: a partir de ese punto, se podrían incorporar otro tipo de incidentes hasta regresar a un equilibrio de baja violencia.

Por supuesto, hay muchos detalles por resolver en esa propuesta y hay muchas modalidades alternativas que se podrían elegir (ya he discutido varias en el pasado). Pero lo que cuenta es el principio básico: cuando demos certeza del costo marginal de  la violencia, se van a dejar de apilar los cadáveres. Los parquímetros vaciaron los lugares de estacionamiento. La disuasión focalizada puede vaciar los ataúdes.

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