lunes, 22 de abril de 2013

Los Jueces y el diccionario


Tras el escándalo que hace unos años suscitó la publicación de las caricaturas de Mahoma, Ayaan Hirsi Ali, pronunció un discurso en Berlín para defender el derecho a la ofensa. La diputada holandesa que huyó de Somalia rechazando el matrimonio que le imponía su padre, crítica apasionada de la opresión que padecen las mujeres musulmanas, dijo sin rodeos: "vengo a defender mi derecho a ofender". ¿Derecho a ofender? Sí: derecho a decir lo que se piensa aunque ofenda a otros, derecho a expresarse con libertad a pesar de que lo que uno dice lastime a algunos. La sociedad democrática demanda un debate abierto y el debate no es solamente expresión de ideas sino también de intensas emociones de antipatía. Ronald Dworkin, el filósofo del derecho recientemente fallecido, decía algo similar: tenemos el derecho a ridiculizar. En una sociedad abierta nadie, por poderoso o débil que sea tiene el derecho a no ser insultado u ofendido. Solamente una comunidad que permite la libre expresión del insulto como parte del debate libre puede adoptar sus leyes legítimamente. Si exigimos que los intolerantes acepten la decisión de la mayoría, entonces, debemos permitirles que se expresen--no que se impongan, que se expresen. La Suprema Corte de Justicia acaba de resolver que ese derecho no existe. De acuerdo a los jueces que interpretan la constitución, no tenemos derecho a ofender. No podemos emplear palabras que lastiman a otros. La Primera Sala de la Corte sostuvo que la Constitución no reconoce el derecho al insulto o a la injuria gratuita. A su entender, la Constitución no protege a quienes usan el lenguaje para maltratar.
De acuerdo a la Primera Sala de la Corte, las expresiones homófobas promueven y justifican la intolerancia, fomentan el odio y el rechazo a un grupo de personas. Las palabras hostiles transforman la atmósfera del debate público alentando discriminación y aún, violencia. Emplear las palabras "puñal" y "maricón" es una burla inaceptable que coloca a los homosexuales en un plano de inferioridad. Esas palabras rinden culto a un estereotipo denigrante y promueven la intolerancia hacia la homosexualidad, por lo que no merecen protección constitucional. Pronunciar esas palabras es un abuso.
En efecto, como ha señalado el Ministro José Ramón Cossío en su voto disidente, la resolución de la mayoría se dirige a las palabras pronunciadas no al uso de las palabras, ni mucho menos, a sus consecuencias. "Ofender no es discriminar", sostiene con claridad Cossío. Quien pronunció las palabras censuradas en un pleitillo periodístico no pretendió incitar violencia contra la comunidad homosexual, ni hizo ningún juicio sobre esa comunidad. Insultó a una persona, no discriminó a nadie. Los propósitos de los ministros pueden ser loables, pero la ruta que escogieron es equivocada. No distinguieron la ofensa de la discriminación e ignoraron los parámetros de la discusión internacional sobre el tema. En un libro reciente, Jeremy Waldron ha expuesto un argumento razonable (aunque no del todo convincente a mi juicio) para proscribir el discurso de odio, siempre y cuando éste se entienda como una especie de difamación colectiva. Si castigamos la difamación de una persona, ¿por qué no habríamos de castigar la difamación de un grupo religioso, étnico, sexual? Waldron no propone una inquisición verbal, como la que emprende nuestra Corte en esta lamentable resolución. Para defender la dignidad de las personas hay que rechazar el infundio colectivo-no la ofensa.
Los ministros que se han pronunciado por excluir palabras del vocabulario constitucionalmente admisible asumieron el poder de rehacer el lenguaje... en nuestro beneficio. Con gruesa tinta negra ha tachado dos palabras como generadoras de tales daños que deben considerarse impronunciables. ¿Redactará la Suprema Corte de Justicia un diccionario de palabras saludables e inofensivas que podemos usar sin lastimar a nadie? Si ya hay dos palabras ilícitas, mañana puede haber diez y la semana siguiente diez mil. De acuerdo a los criterios que la Primera Sala expuso, no será difícil emprender esa limpia del lenguaje: simplemente habrá que detectar los vocablos que ofenden a una categoría personas y ya está: la Corte las proscribirá. Una resolución ambigua y francamente peligrosa para el clima de libertad de expresión en el país que, para sumarle ofensa al absurdo, otorga el privilegio de usarlas en exclusiva a los artistas y a los científicos.
"La función de los tribunales, en particular el constitucional, concluye el Ministro Cossío, no es erigirse en policías de las palabras." En eso se ha convertido nuestra Corte: gendarme del lenguaje políticamente correcto. Asumiendo el poder de proscribir toda expresión hiriente, la Corte es el tribunal de nuestras conversaciones, el protector de la decencia verbal y hasta el juez del humor.

Del blog de Jesús Silva - Herzog Márquez 

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