lunes, 27 de febrero de 2012

Elecciones sin monarca


Del blog de Jesús Silva-Herzog Márquez

No tenemos rey. México es una república, no una monarquía. El presidente de México no es el garante de la imparcialidad política: es un actor parcial, representa intereses limitados, sigue un proyecto confinado a un círculo. El presidente de México no es la encarnación de la nacionalidad, no es el símbolo de unidad—más que en aquellos eventos en donde formalmente asume la representación de Estado. Cuando firma un tratado internacional—no cuando lo negocia—representa al Estado mexicano. Cuando recibe las cartas credenciales de los embajadores extranjeros representa al Estado mexicano. Cuando preside ceremonias cívicas es también emblema de unidad: el jefe de Estado mexicano. Se trata de funciones ceremoniales que transforman al agente político en emblema de unidad. La inevitable parcialidad del gobernante se interrumpe brevemente para dar paso a la figura de unidad. El presidente actúa siempre como jefe de gobierno, salvo en aquellas funciones en las que explícitamente ejerce de símbolo.

Por eso me parece absurda la exigencia de que se comporte como jefe de estado en el proceso electoral. La expresión se dice y se repite por todos lados. Que el presidente deje de actuar como jefe de partido y se comporte como jefe de estado, dice el lugar común. ¿Cuántas veces habremos escuchado esa expresión? No logro embonar esa exigencia con el diálogo necesario en una democracia. El presidente no es el garante de la imparcialidad. No podría serlo en una democracia, precisamente porque lo caracteriza una inclinación. La neutralidad corresponde a otros: a quienes organizan las elecciones, a quienes cuentan los votos, a los que procesan la inconformidad. Por fortuna, ninguna función de ese tipo le corresponde al presidente de la república o su gobierno. Por supuesto, no tiene derecho de desviar los recursos públicos en beneficio de su partido ni puede emplear las pinzas del Estado para castigar a sus adversarios. Pero no tenemos por qué imaginarlo como una figura celestialmente imparcial y silenciosa ante el proceso electoral. En ninguna democracia presidencial madura se le pide al presidente tal disparate.

El presidente no puede ser el símbolo de unidad en el proceso electoral porque es factor de polarización. Se votará para castigarlo o para premiarlo.  Felipe Calderón no aparecerá en la boleta de julio pero será el factor crucial del voto. Los partidos que compiten, los candidatos que sí estarán en la boleta fijan postura frente a su gobierno, ofreciendo la continuidad o el cambio. Sus opositores lo atacarán, mientras la candidata de su partido tratará de defenderlo... y, simultáneamente, distanciarse de él. Unos criticarán sus decisiones, su estilo, los resultados de su gestión. Otra se verá forzada a defenderlo, insinuando algunas diferencias en los matices y los acentos. Como sea, Felipe Calderón estará en la contienda del 2012—tal vez como nunca llegó a estar en la elección del 2006. Entonces tuvo el talento de colocarse como la opción frente al “peligro”, pero pocos, si es que alguno, podría creer que la elección que ganó por un milímetro, fue respaldo a sus propuestas o confianza en su trayectoria. Ahora sí será factor de decisión.

Pedir que el presidente se comporte como jefe de estado en el proceso electoral es pedir que se comporte como monarca. Una diminuta contradicción se desliza en esta petición: ¿estarían los críticos dispuestos a dispensar a Felipe Calderón el trato de Jefe de Estado durante el proceso electoral?

¿Estarían dispuestos a cancelar cualquier crítica a su gestión, porque, durante el proceso electoral es representación de nuestra unidad? ¿Estaría dispuesto el PRI a tratar a Felipe Calderón con la deferencia que merece un rey? ¿Aceptaría el PRD renunciar a cualquier crítica al presidente en tiempos de elecciones porque se trata del emblema de esa preciosa unidad que hay que cuidar? El presidente no representa la unidad en tiempos electorales. Representa exactamente lo contrario: parcialidad, división, polo de discordia.
Que no se tolere la entrega de un centavo de las arcas públicas para su partido no significa que no debe haber ni una palabra para su partido. ¿Beneficia o perjudica al PAN la promoción presidencial? La palabra del presidente no es la única del país, no es la última. Mientras hay muchos que se indignan con las recientes expresiones de Felipe Calderón en las que advierte que la contienda se ha cerrado, a mí me parecen reveladoras de su manera de gobernar: si hay 25 datos que te son desfavorables, escoge el único que refuerza tu prejuicio. Si todas las encuestas respetables te colocan en desventaja, difunde la que te empareja, aunque no tenga ningún prestigio.

La gestión de Calderón será el eje del voto: no podemos imaginarlo en silencio. Una democracia madura no calla a nadie. Corresponde criticar a Calderón, no callarlo.

sábado, 11 de febrero de 2012

Entre las encuestas y la operación política

De Javier Hurtado

La política, tanto como actividad que como disciplina científica,  sigue siendo incomprendida, profusamente practicada y con frecuencia confundida.  Ya desde principios del siglo pasado Max Weber establecía distinciones que los políticos de hoy han olvidado o hasta ignoran. Por ejemplo, la existente entre los políticos que viven “de la política” y los que viven “para la política”; o  la que debe existir entre política y administración; entre políticos y burócratas.

La política se distingue de la administración en el sentido de que la primera es pasión, vida, valores, convicciones; y la segunda el frío cálculo de medios y fines sin detenerse mucho a pensar en las consecuencias humanas de las decisiones. Por eso, debe procurarse que la política determine la administración y  que el burócrata esté supeditado al político, y no al revés.

En la actualidad, junto a lo anterior prevalece una nefasta confusión: la existente entre política y “grilla”. Diego Valadés distingue: “Operador es el grillo: político el conductor, y estadista el constructor”. Dice  —y dice bien— el problema de México es que sobran los primeros y los últimos brillan por su ausencia.  

Algo que contribuye a las confusiones es que en el idioma castellano política es un concepto único con múltiples acepciones. En cambio, en el inglés el concepto polity implica al Estado y a  la disciplina (estadista); policy son las políticas que se aplican (ámbito del político) y politics es el proceso (ámbito del “operador”, y la “grilla”).

La famosa “operación política” en el mejor de los casos debería ser un despliegue natural del desarrollo de la propia actividad política (politics), pero no su contenido sustantivo (policy o polity). La buena política debería ser la búsqueda de  consensos y  acuerdos en torno a un proyecto de construcción de bienes públicos, y no la burda conciliación de intereses personales (cuando funciona). Cuando los “operadores” predominan en la política es como si los burócratas dirigieran a los políticos.

En estas épocas de campañas y definición de candidaturas la política pereciera estar atrapada entre la “operación política” y las encuestas.

Cuando las candidaturas se definen con base en la “operación política”, y esta falla, resulta difícil no sucumbir a los chantajes y caprichos personales, o dejar de entrarle a la feria de los reintegros. Cuando se determinan con encuestas cuenta más la popularidad que las ideas y se abona a la desinstitucionalización de los partidos políticos.

Así, se ha confundido popularidad y liderazgo político.  Una cosa es ser conocido y otra ser reconocido. El reconocimiento público de una persona debe ser consecuencia del buen desempeño de un político; pero, la popularidad no puede ser un criterio para reclutar políticos o candidatos.

Una candidatura se puede ganar con encuestas, pero una campaña se puede perder cuando predomina la “encuestitis” y la “operación política”. En una campaña no sólo deben contar los “amarres políticos”, sino sobre todo los proyectos y las ideas (polity y policys), que a final de cuentas es lo que el electorado valora.

Las encuestas deberían estar prohibidas como método para definir candidaturas (hacerlo es como si los jueces se eligieran por elección popular), además de que en ocasiones fallan. En vez de encuestas,  lo que debería aplicarse  son evaluaciones  y exámenes para definir candidatos.